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Segunda Parte | Morena y el ocaso del imperio: cuando el poder se disfraza de likes

Si en la primera parte hablábamos del deterioro interno que carcome a Morena en Baja California como un reflejo del colapso del Imperio Romano, ahora es necesario poner el foco en las nuevas formas de disputa del poder: ya no sólo se libra en tribunas o negociaciones partidistas, ahora se juega también en la arena de las redes sociales, donde la simulación digital suple a la presencia territorial, y el impacto real queda relegado a segundo plano frente a los efectos de una campaña publicitaria bien financiada.

Uno de los casos más ilustrativos es el de la senadora Julieta Ramírez, cuya exposición desproporcionada en plataformas digitales ha comenzado a levantar cejas dentro y fuera del círculo morenista. Su presencia en redes no parece obedecer a una demanda orgánica ni a una respuesta espontánea de la ciudadanía, sino a una estrategia milimétricamente diseñada —y financiada— para proyectarla como opción rumbo al 2027.

Una narrativa hueca pero pagada, sostenida por una maquinaria publicitaria que pretende presentar como liderazgo lo que en realidad es posicionamiento artificial. Un despliegue digital donde cada entrevista, cada frase, cada publicación y cada video editado con precisión quirúrgica busca construir una imagen de cercanía y fuerza política que aún no se ve reflejada en el territorio ni en los resultados.

Y no es la única figura que ha optado por el camino de la publicidad excesiva. El diputado Fernando Castro Trenti ha comenzado a abusar del posicionamiento digital, incluso pagando promoción para que tuviera amplia difusión una entrevista concedida en la Ciudad de México por el esposo de la gobernadora, Carlos Torres Torres, a la periodista Adela Micha, donde, entre otras curiosidades, habló de cómo su padre “inventó la Chabela”, esa tradicional bebida mexicana. Una estrategia tan burda como reveladora: mientras se simula respaldo al círculo cercano de Marina del Pilar, en realidad se trata de una operación de posicionamiento personal disfrazada de cortesía política.

También se le ve en presentaciones a modo para la generación de contenido para redes sociales donde se rodea con políticos de diferentes corrientes —unas más corrientes que otras, por cierto— como para aparentar la idea de un liderazgo, exhibiendo a panistas, priistas y morenistas rezagados como parte de su supuesto capital político.

Y si de exageraciones se trata, no se puede omitir el desempeño histriónico del delegado Jesús Alejandro Ruiz Uribe, cuyos videos en redes sociales rozan lo ridículo con tal de atraer atención. La política convertida en espectáculo, con escenas que a veces parecen sacadas más de un sketch cómico que de una agenda de gobierno.

Tampoco pasan desapercibidas las extravagancias del senador Armando Ayala, que en su afán de diferenciarse, ha protagonizado momentos que rozan lo surrealista: desde disfrazarse de mago de circo hasta aparecer comiendo pastel elaborado con alimento para perro, en una supuesta muestra de empatía que terminó generando más burlas que impacto.

Ayala, sin embargo, va logrando poco a poco penetrar en las estructuras reales de Morena y ya trae como Palera a la estridente diputada federal por el municipio de Playas de Rosarito Araceli Brown quien le apuesta a la definición de género para resultar bendecida con la candidatura de Morena a la gobernatura de Baja California.

Pero más allá de las anécdotas pintorescas, el fenómeno revela una transformación profunda —y preocupante— en la manera en que se construyen liderazgos políticos. La lógica de los algoritmos impone nuevas reglas: no importa tanto lo que se hace, sino cómo se ve. El activismo real cede ante el marketing de emociones, y la gestión pública queda sepultada bajo capas de filtros, hashtags y bots que inflan artificialmente la relevancia de actores que en el mundo físico tienen poco o nulo arrastre.

En este juego grotesco del espectáculo digital, lo que debería ser política se ha vuelto performance; y lo que debería ser propuesta, se convierte en contenido viral. El resultado es un ecosistema político donde la simulación sustituye al fondo, el escándalo reemplaza al argumento y el algoritmo dicta la estrategia.

Y aunque ha mostrado mayor disciplina y cercanía con la gobernadora, el alcalde de Tijuana, Ismael Burgueño, también ha comenzado a fortalecer su narrativa digital, incrementando su presencia en redes sociales con videos donde se le observa rodeado de colaboradores y liderando recorridos por colonias populares. Su estrategia, aunque menos estridente que la de sus adversarios,

también busca posicionarlo como figura con trabajo en territorio, bajo una estética de cercanía y gestión cotidiana. No obstante, en este tablero donde todos mueven fichas, cada publicación, cada imagen y cada recorrido transmitido en redes tiene un doble fondo: es parte de la partida sucesoria.

Burgueño, a diferencia de otros aspirantes, ha optado por un discurso más sobrio, anclado en el contacto físico con las comunidades. Pero incluso esa narrativa está siendo estilizada, editada y difundida para cumplir con los parámetros que dictan la popularidad digital: breves, emotivos, visualmente atractivos. No hay espacio para el matiz ni la reflexión profunda, sólo para la repetición visual de una imagen de “proximidad” con el pueblo. Su equipo parece haber entendido que en la era del scroll infinito, las convicciones se miden en reproducciones y los liderazgos se consolidan a fuerza de clips.

Y aunque no de manera abierta —al menos por el momento—, también comienzan a aparecer las famosas campañas negras, tan socorridas en las contiendas mexicanas. Notas que aparentan ser periodísticas, pero que en realidad son dardos envenenados, cuidadosamente dirigidos para minar la credibilidad de ciertos aspirantes, sembrar dudas y generar ruido. Columnas ambiguas, titulares capciosos y “reportajes” sin firma ni fuente clara, cuyo único propósito es golpear sin dar la cara.

Estas campañas se infiltran en medios locales, portales de noticias recicladas o cuentas anónimas en redes sociales que fungen como francotiradores digitales. El objetivo no es la verdad, sino la erosión. Desgastar poco a poco la imagen del adversario con filtraciones, rumores disfrazados de primicia y ataques velados con apariencia de información. Y en este terreno, nadie está exento, ni siquiera los aliados internos.

El uso de estas técnicas no es nuevo, pero sí se ha refinado. Las campañas negras ya no recurren a escándalos explosivos, sino a una estrategia de desgaste prolongado: insertar la duda, generar conversación tóxica, inocular desconfianza. Se convierten así en una especie de guerra de baja intensidad, donde el daño no es inmediato, pero sí progresivo y letal para las aspiraciones del blanco.

Al final, todos juegan el mismo juego, con distintas formas y estilos. Lo que cambia es el grado de sobriedad o el nivel de exceso. Pero el trasfondo es el mismo: una lucha por la percepción que sustituye al debate serio y a la construcción de futuro.

El riesgo es mayor: cuando las redes se vuelven el principal escenario de la política, lo que se disputa no es el futuro del estado, sino el control de la narrativa, aunque esa narrativa esté vacía de contenido. Y mientras tanto, los verdaderos problemas de fondo —los que sí afectan a la ciudadanía— siguen sin resolverse, atrapados entre egos digitales, cálculos sucesorios y simulaciones cuidadosamente producidas.

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