
La revocación de la visa a la gobernadora de Baja California, Marina del Pilar Ávila, y a su esposo Carlos Torres, ocurrida en mayo, marcó un precedente inquietante para la política mexicana. Sin explicación oficial y bajo el argumento de confidencialidad por parte de las autoridades estadounidenses, el hecho dejó al descubierto que Washington puede intervenir de forma directa y silenciosa en la vida política de México, utilizando como herramienta una simple cancelación migratoria. Desde entonces, el tema ha trascendido más allá del escándalo local para instalarse en la percepción pública como un recordatorio de que la soberanía mexicana es más frágil de lo que los discursos oficiales pretenden mostrar. El propio Carlos Torres fue quien lo hizo público en redes sociales, asegurando tener la conciencia tranquila y confiado en que el incidente se resolvería favorablemente, mientras Marina del Pilar confirmó que la medida también la alcanzaba a ella. Las versiones no oficiales apuntaron a que en Washington existía una investigación que los involucraba, incluso con menciones a presuntos vínculos con grupos ilícitos, aunque sin pruebas públicas ni procesos transparentes.
El caso fue interpretado por muchos como un acto de control político: un mensaje directo de que, ante la falta de mecanismos internos para investigar y sancionar a servidores públicos de alto nivel, es Estados Unidos quien puede ejercer ese poder de forma expedita. La situación escaló hasta la Presidencia, donde Claudia Sheinbaum pidió formalmente a la embajada estadounidense que explicara los motivos de la decisión, recibiendo la misma respuesta ambigua: no están obligados a dar explicaciones. Así, el gobierno mexicano se encontró atado de manos, limitado a la protesta diplomática y al manejo mediático del tema.
Ahora, a esa lista se suma la alcaldesa de Mexicali, Norma Bustamante, quien junto con su esposo, Luis Samuel Guerrero, también ha visto cancelada su visa. El episodio, que trascendió tras un incidente en un cruce fronterizo, confirma que no se trata de un caso aislado. La coincidencia en el perfil de los afectados —servidores públicos morenistas de alto rango— alimenta la sospecha de que existe un patrón de actuación que no depende de procesos judiciales abiertos, sino de criterios de inteligencia reservados para el gobierno estadounidense.
El control que ejerce Washington mediante este mecanismo es particularmente eficaz porque no requiere juicios, pruebas públicas ni procedimientos que puedan ser impugnados en México. Una simple anotación en un archivo consular es suficiente para que un político mexicano pierda la posibilidad de cruzar la frontera, con todo lo que ello implica en un estado como Baja California, donde la relación con Estados Unidos es parte fundamental de la dinámica económica y social. La revocación de una visa no inhabilita formalmente, pero sí erosiona la imagen pública y alimenta narrativas adversas en la arena política.
En la práctica, estas acciones convierten a la embajada y los consulados en un tribunal invisible que decide quién puede o no ingresar al territorio estadounidense y, por extensión, quién puede mantener intacta su reputación internacional. Ante la opacidad del gobierno mexicano para investigar y sancionar internamente a sus servidores públicos, el vecino del norte asume un papel de árbitro, con la diferencia de que su criterio no está sujeto a supervisión ciudadana ni rendición de cuentas en México.
Los defensores de los servidores públicos afectados argumentan que la revocación de una visa es un acto administrativo que no equivale a una acusación formal ni a un reconocimiento de culpabilidad. Sin embargo, en la percepción pública y en el ajedrez político, la medida es interpretada como una señal de que “algo grave” existe, y esa sombra basta para minar la autoridad y credibilidad de los señalados. La falta de explicaciones concretas solo alimenta el morbo y la especulación.
En Baja California, donde la frontera es parte del día a día, la imposibilidad de cruzar a Estados Unidos no es un asunto menor para un político. Significa quedar excluido de reuniones binacionales, de actividades oficiales y de un sinfín de gestiones que forman parte de la agenda gubernamental. Además, en el contexto electoral, el impacto mediático puede ser devastador, pues una revocación de visa se presta para ataques, campañas negras y rumores imposibles de contrarrestar sin pruebas que desmientan el motivo de la sanción.
Lo preocupante no es únicamente que Estados Unidos utilice este mecanismo, sino que México carezca de una estrategia clara para defender a sus servidores públicos o, en su caso, para transparentar las razones por las que sus propios representantes pierden el privilegio de ingresar al país vecino. Esta falta de respuesta fortalece la percepción de que Washington actúa como un órgano de control externo sobre la política nacional.
El caso de Marina del Pilar y Carlos Torres ya había encendido las alarmas sobre el alcance real de este poder consular. Con la inclusión de Norma Bustamante y su esposo en la misma categoría de “no bienvenidos”, el patrón se refuerza y se extiende, consolidando la idea de que Estados Unidos está filtrando qué políticos mexicanos cumplen con su estándar y cuáles no.
Este escenario plantea un dilema profundo para el discurso de soberanía que tanto se enarbola desde Palacio Nacional. Es imposible sostener la narrativa de independencia política cuando un gobierno extranjero puede afectar de manera tan directa y sin contrapesos a figuras clave de la administración pública mexicana. La ausencia de un protocolo binacionalque regule estas decisiones deja la puerta abierta para que el uso político de la visa sea una herramienta silenciosa pero eficaz de presión e incluso de castigo.
Más allá de las simpatías o antipatías que despierten los personajes involucrados, lo que está en juego es un principio básico de Estado: la capacidad de México para proteger a sus servidores públicos de decisiones unilaterales tomadas por otro país sin mediar un proceso judicial o administrativo que sea transparente y verificable.
Mientras tanto, las redes sociales y los medios alimentan el tema con filtraciones, rumores y teorías. Algunos señalan investigaciones federales en Estados Unidos, otros insisten en que se trata de una estrategia para marcar distancia con ciertos grupos políticos o empresariales. Lo cierto es que la narrativa se construye sin que haya una versión oficial sólida, lo que deja el terreno fértil para la especulación y el desgaste de las figuras afectadas.
En este contexto, la revocación de visas deja de ser un asunto personal para convertirse en un elemento más del tablero político. Y lo más grave es que, hasta ahora, el gobierno mexicano no ha mostrado capacidad ni voluntad para contrarrestar este tipo de golpes diplomáticos. El precedente está sentado y, con cada nuevo caso, se refuerza la idea de que Washington no solo vigila, sino que decide quién puede seguir jugando en la arena política mexicana.