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Marina del Pilar toca fondo: la peor evaluada del país

No es una metáfora, es una estadística. Marina del Pilar Ávila Olmeda, gobernadora de Baja California, ha caído al último lugar en los rankings de aprobación ciudadana a nivel nacional. Lo que comenzó como una luna de miel con el electorado se ha convertido en un divorcio masivo, silencioso, pero cada vez más visible. Hoy, la mandataria estatal es considerada la peor evaluada de todo el país.

Los números no mienten, y las señales sociales tampoco. En Mexicali, poco más de 4 mil personas han confirmado su asistencia a una manifestación disfrazada de convivencia: una carne asada de protesta. En Tijuana, más de 400 ciudadanos también han confirmado que este sábado 14 de junio saldrán a las calles a dejar claro que ya no creen en el proyecto de Marina. No son eventos aislados: son síntomas de algo más profundo que el humo del carbón no puede ocultar.

La narrativa oficial ya no convence. El discurso triunfalista que hablaba de transformación, cercanía y renovación se desdibujó ante una gestión marcada por la opacidad, el abandono y las prioridades mal enfocadas. La seguridad pública está desbordada, la economía informal crece sin control, y las decisiones más controversiales —como el caso Next Energy— siguen sin resolverse ni explicarse.

Lo más grave no es sólo la caída de Marina, sino la velocidad con la que se desploma. En menos de tres años, la mandataria pasó de ser una de las figuras jóvenes con mayor proyección en Morena a convertirse en un lastre políticopara el movimiento en Baja California. Lo que prometía ser liderazgo, hoy es pasividad. Lo que se presumía como cercanía, hoy es distancia.

En este escenario, las manifestaciones disfrazadas de eventos sociales no son otra cosa que válvulas de escape ante un gobierno que no escucha. Los ciudadanos han encontrado otras formas de expresar su molestia porque las vías institucionales están cerradas. Y cuando la gente prefiere protestar con carbón y tortillas, es porque ha perdido la esperanza de que su voz tenga eco en el poder.

Y ahora, mientras la mandataria enfrenta su peor momento, ha comenzado a circular una nueva narrativa, aparentemente diseñada para rescatar lo que queda de su imagenculpar a su esposo, Carlos Torres. El exgobernador Jaime Bonilla, otrora su principal detractor —quien incluso llegó a acusarla públicamente de encabezar un “cártel”— apareció la semana pasada en una reunión pública con ella, en un gesto de aparente reconciliación.

Pero el giro no fue gratuito. Bonilla declaró que “siempre le advirtió” a Marina que su esposo sería su perdición, y señaló directamente a Carlos Torres como el gran corrupto detrás del colapso. Dijo que la voracidad del esposo había destruido el proyecto político de Marina, deslindándola parcialmente de las decisiones y sugiriendo que ella fue víctima más que autora.

Ese intento de salvar su figura trasladando la responsabilidad a su entorno más cercano no es nuevo en política, pero en este caso, el remedio puede salir más caro que la enfermedad. Si el problema fue Carlos Torres, entonces la incapacidad fue de ella por permitirlo. Si el poder lo ejercía su esposo sin tener cargo, ¿qué papel jugaba entonces la gobernadora? ¿Y a qué intereses respondía?

Mientras el relato de la culpa doméstica toma forma, la gente sigue en la calle. Ya no con marchas, sino con carnes asadas, carteles improvisados y publicaciones virales. Porque cuando el poder deja de representar a la ciudadanía, la ciudadanía encuentra sus propios lenguajes para hacerse notar.

La caída de Marina no es producto de un escándalo puntual, sino de una erosión constante, día tras día, en cada omisión, en cada acto de soberbia, en cada silencio donde debía haber autocrítica. Y lo más preocupante: ya no genera entusiasmo, ni respeto, ni votos. Sólo desgaste.

Para Morena, este escenario plantea un reto enorme. La desafección social que provoca su figura puede contaminar el proceso de sucesión en 2027. Ya no suma: resta. Y lo que reste de su gestión será recordado no por lo que construyó, sino por lo que permitió. Incluido —o precisamente por— quien dormía a su lado.

Porque cuando una gobernadora pierde el control de su gabinete, de la seguridad, y de su propia narrativa, lo único que queda es una administración arrastrada por los escombros de sus propias decisiones. O de las decisiones de quienes usaron su nombre para gobernar sin responsabilidad.

Y en Baja California, ya nada huele a transformaciónTodo sabe a traición.


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