
Vista de la Colonia Madero mejor conocida como La Cacho
Mientras la Ciudad de México salió recientemente a marchar contra la gentrificación, en Tijuana el fenómeno avanza de manera silenciosa, pero profunda. Las protestas capitalinas expusieron una realidad que ya no es exclusiva de la capital: el encarecimiento brutal de la vida urbana, el desplazamiento de residentes históricos y la transformación de barrios populares en zonas de élite. Tijuana, con su cercanía a Estados Unidos, enfrenta un proceso similar, aunque con matices propios que lo vuelven aún más complejo.
La gentrificación, entendida como el proceso por el cual una zona se vuelve atractiva para sectores de mayores ingresos que desplazan a los residentes originales, no es nueva. Lo preocupante es su aceleración. En Tijuana, barrios tradicionales como la colonia Cacho, Libertad o la Zona Centro han vivido transformaciones radicales. Lo que antes eran casas familiares con renta accesible, hoy se ofertan como lofts de lujo, estudios para nómadas digitales o propiedades en renta a corto plazo con precios en dólares.
El fenómeno se agudiza por el carácter binacional de la ciudad. Miles de personas cruzan todos los días la frontera para trabajar en Estados Unidos y regresan por la noche a dormir a Tijuana. Algunos son nacidos en California, otros tienen doble ciudadanía. Muchos más son trabajadores mexicanos que logran insertarse en empleos del otro lado y prefieren vivir aquí por el menor costo de vida. Pero esa ventaja se diluye. Los ingresos en dólares distorsionan el mercado local y elevan los precios de renta muy por encima del poder adquisitivo en pesos.
En zonas como la colonia Cacho, los efectos ya son evidentes. Departamentos remodelados, cafeterías gourmet, gimnasios boutique y letreros en inglés de “for rent” son ahora parte del paisaje cotidiano. Mientras tanto, los vecinos de toda la vida enfrentan el dilema de mudarse o resistir el alza. Las rentas, que antes rondaban los 6 mil pesos, ahora se cotizan en 800 o hasta 1,200 dólares. En algunos casos, las propiedades ya no se rentan, sino que entran a plataformas como Airbnb, reduciendo la oferta habitacional para los locales.
Un caso emblemático fue el del restaurante Lorca, ubicado en la colonia Cacho, que tras más de 23 años de historia cerró definitivamente sus puertas. El local fue desalojado luego de que las arrendadoras impulsaran un incremento de renta de hasta un 300 %. Querían cobrar entre seis mil y ocho mil dólares mensuales, argumentando que “la Cacho ya era el Polanco de Tijuana”. Para el chef y dueño, un hombre de 70 años que sostuvo el negocio durante décadas, el cierre fue inevitable: “Para una empresa que sufrió inseguridad, pandemia y crisis económica, un aumento así es insostenible”. Con su salida no solo se perdió un restaurante, sino un símbolo de identidad y permanencia para el barrio.
El auge de las rentas a corto plazo es otro ingrediente clave. Tijuana ha visto una explosión de propiedades ofertadas en plataformas digitales. La falta de regulación municipal permite que esto suceda sin control. Propietarios, atraídos por los ingresos rápidos, prefieren alquilar por días o semanas a turistas o trabajadores binacionales, dejando sin opciones de largo plazo a quienes buscan vivir en la ciudad.
El mercado inmobiliario también juega su papel. Constructoras enfocan sus nuevos desarrollos a un público con ingresos en dólares. Departamentos de 60 metros cuadrados se ofertan en más de 4 millones de pesos o se rentan en 1,500 dólares. Las campañas publicitarias ni siquiera están en español. El mensaje es claro: se está vendiendo una ciudad a la que el tijuanense común ya no puede acceder.
La ausencia de políticas públicas agrava el problema. No hay reglas claras sobre el uso de plataformas de renta, ni límites a la especulación inmobiliaria. Tampoco existen incentivos para la renta social o la vivienda asequible. El Ayuntamiento, hasta ahora, ha mostrado poca disposición a frenar el avance del capital privado que ve en Tijuana una ciudad de oportunidad… para los de afuera.
El efecto dominó no se limita a la vivienda. Comercios tradicionales son sustituidos por negocios de alto perfil. Las fondas desaparecen y llegan los brunch spots. Tiendas de abarrotes ceden paso a galerías de arte o cafeterías que cobran 80 pesos por un café. El precio de servicios básicos, comida y transporte también se encarece. Se rompe el tejido social y se borra la memoria colectiva de los barrios.
Otros casos en Latinoamérica refuerzan la alarma. Medellín, Oaxaca, San Juan o la misma CDMX han sufrido procesos similares. La diferencia es que en Tijuana, la presión del dólar acelera los tiempos. Aquí no basta con un salario profesional en pesos para vivir dignamente en zonas céntricas. El costo de la ciudad ha dejado de responder a la lógica local.
Frente a esta realidad, la pregunta es: ¿qué tipo de ciudad queremos? La gentrificación no es solo una transformación urbana: es una decisión política. Puede regularse, puede mitigarse, pero requiere voluntad. Proteger zonas con valor histórico, imponer límites al uso de plataformas de renta, generar vivienda social e incentivar a propietarios a rentar a largo plazo son medidas posibles.
Tijuana merece ser una ciudad habitable para su gente. De lo contrario, se corre el riesgo de convertirla en un escaparate de lujo para quien viene de paso, pero una ciudad imposible para quien la construye todos los días.