Noticia Frontera

Plata o plomo: Carlos Manzo eligió el plomo

El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, debería estremecer a todo el país. No solo por la brutalidad del crimen, sino porque su muerte encarna la disyuntiva más cruel de la política mexicana: o pactas con el poder del narco o mueres combatiéndolo.

Manzo eligió el camino más difícil. Gobernó con dignidad, sin pactos, sin simulaciones y con la convicción de que servir al pueblo no debía implicar obedecer al crimen. Pidió ayuda al gobierno federal. Denunció públicamente la presencia de grupos armados y exigió apoyo. El auxilio nunca llegó.

Lo mataron por hacer lo correcto. Por negarse a doblar las manos. Por decir no.
Y mientras tanto, en otros rincones del país, la impunidad sigue premiando a quienes coquetean con el poder criminal.

En Baja California, por ejemplo, dos exalcaldesas representan el contraste más indignante: Montserrat Caballero Ramírez, de Tijuana, y Araceli Brown Figueredo, de Playas de Rosarito, han sido señaladas públicamente por presuntos vínculos con el crimen organizado. Una es investigada por la autoridad federal; la otra, por agencias internacionales. Ambas siguen activas políticamente, cobijadas por estructuras que abandonaron a Manzo cuando pidió auxilio.

¿Esa es la realidad de los políticos en México? ¿La del silencio que compra protección o la de la valentía que se paga con la vida? ¿En qué momento la política se volvió un territorio donde la ética es un riesgo y la lealtad al pueblo, una condena?

Carlos Manzo eligió el riesgo y lo pagó con la muerte. Su caso es un espejo que refleja el dilema nacional: quien no acepta la plata, recibe el plomo.

En Uruapan, su nombre se convirtió en símbolo de dignidad. En Baja California, los nombres de las exalcaldesas siguen en la conversación política, rodeados de escándalos y sospechas, pero protegidos por la impunidad.

La paradoja es brutal: en México se castiga la valentía y se recompensa la complicidad. La línea entre el poder político y el poder criminal se ha vuelto tan delgada que hoy solo la cruzan los que no temen morir por hacerlo.

La muerte de Carlos Manzo no debe olvidarse. Es una advertencia, una herida abierta en la conciencia nacional. No basta con indignarse: hay que preguntarse quién gobierna realmente, quién protege a quién y cuánto vale la vida de un alcalde honesto en un país que ya normalizó la muerte.

Porque mientras los valientes eligen el plomo y los corruptos eligen la plata, México sigue atrapado en la misma condena: un país donde la lealtad se castiga y la impunidad gobierna.


El silencio también mata

Condenar el asesinato de Carlos Manzo no puede quedarse en palabras. Es momento de exigir al Estado mexicano una respuesta que vaya más allá de la retórica y la indignación mediática. Un crimen político no se combate con comunicados: se enfrenta con justicia.

Pero también es momento de preguntarnos como sociedad: ¿qué hacemos nosotros mientras los honestos caen?
¿Nos limitamos a compartir la noticia, a indignarnos unas horas, o asumimos el deber de exigir con la misma fuerza con la que ellos gobernaron?

La indiferencia social se ha vuelto cómplice. Nos acostumbramos a ver morir a nuestros servidores públicos, periodistas, activistas y policías sin que nada cambie. A cada muerte, una promesa de justicia; a cada promesa, un nuevo olvido. Y así se va pudriendo la esperanza.

Carlos Manzo no murió solo: lo mató un sistema que calla y una sociedad que se resigna. Lo mataron las balas, pero también la pasividad colectiva, el miedo que paraliza y la costumbre de pensar que nada se puede hacer.

Es hora de entender que el silencio también mata. Que cada vez que justificamos, relativizamos o ignoramos la violencia, le damos oxígeno al crimen y sepultamos la verdad.

México no puede seguir honrando a los caídos con flores y discursos. Debe hacerlo con acción, con memoria y con justicia. Porque si la sociedad no despierta, si no defiende a quienes se atreven a enfrentar al poder criminal, los próximos en caer serán los que aún creen que gobernar con decencia vale la pena.

El legado de Carlos Manzo no debe reducirse a una tragedia. Debe convertirse en un llamado a todos: políticos, ciudadanos, medios y autoridades. Un llamado a decidir de qué lado de la historia queremos estar.

Porque mientras la sociedad guarde silencio, la sentencia seguirá siendo la misma: plata o plomo. Y quienes elijan la dignidad seguirán pagando con la vida.

Scroll al inicio