Noticia Frontera

No me llamo Andy… me llamo Andrés (como mi papá)

El berrinche del hijo del expresidente que quiere respeto, pero no aguanta ni un apodo

En política, si tu mayor batalla es que no te digan “Andy”, ya perdiste. Así de sencillo. Porque mientras otros luchan por gobernar, tú estás más preocupado por cómo te llama la prensa. No por lo que dicen de ti, sino por si ponen los dos apellidos completos con el debido respeto que, aparentemente, crees que mereces sin haber hecho nada relevante.

Andrés Manuel López Beltrán —mejor conocido como Andy, aunque a él no le guste— ha hecho de su apodo una cruzada personal. Esta semana protagonizó un berrinche digno de guardería política: pidió públicamente que se le refiriera por su nombre completo. Que nada de diminutivos, ni abreviaciones, ni familiaridades. Como si el respeto se ganara a punta de sílabas.

Lo que Andy no ha entendido es que en la vida pública, y más aún en la política mexicana, los apodos no solo no son una ofensa: a veces son símbolo de cercanía, de peso popular o de estrategia. Su padre lo sabía muy bien. López Obrador ridiculizó a Ricardo Anaya con el legendario apodo de “Ricky Riquín Canallín”, una joya propagandística que lo desinfló con una sonrisa.

Pero a Andy el pueblo lo llama Andy. Porque así lo conocen, así lo identifican, y así se volvió visible. ¿Qué esperaba? ¿Que al decir “me llamo Andrés Manuel López Beltrán” el país entero se cuadrara y olvidara el apodo? Lo que logró fue justo lo contrario: hoy lo llaman Andy con más ganas. Con más memes. Y con menos seriedad.

Aquí en Baja California, el contraste no podría ser más brutal. En la antesala del 2027, cuatro hombres ya se perfilan como aspirantes serios a la gubernatura por Morena. Ninguno de ellos anda corrigiendo a los medios por cómo lo llaman. Tienen cosas más importantes que hacer.

Ahí está Ismael Burgueño, alcalde de Tijuana. Un perfil que ha ido creciendo sin necesidad de apodos, memes ni berrinches. Ha preferido que lo reconozcan por su trabajo, no por sus quejas. No grita por respeto: lo genera.

Luego está Armando Ayala, exalcalde y ahora senador por Ensenada. Otro que tampoco necesita inventarse solemnidad. Habla claro, se mueve con habilidad, y no pierde tiempo en exigencias ridículas sobre cómo se le debe nombrar.

Del otro lado, Jesús Alejandro Ruiz Uribe, el delegado federal de los programas de bienestar, es conocido como “Chucho”. ¿Y qué? El apodo no le resta. Le da identidad. Lo ha hecho suyo. Y nadie lo escucha llorar porque no lo llamen “Jesús Alejandro Ruiz Uribe” en cada nota. Chucho opera, Chucho teje alianzas, Chucho no está en crisis por un diminutivo.

Y también está Fernando Castro Trenti, apodado “el Diablo”, que lejos de renegar, hizo del apodo una marca temida y respetada. En su momento, el Diablo fue sinónimo de poder, cálculo y presencia. Nadie lo trataba con lástima por el sobrenombre. Era parte de su leyenda.

Y mientras estos perfiles se mueven, construyen, negocian y se posicionanAndy llora porque le dicen Andy. No porque lo critiquen, no porque lo cuestionen… sino porque lo llaman con el apodo con el que todo el país lo conoce. A ese nivel de inmadurez se enfrenta la política cuando el privilegio no viene acompañado de talento.

Lo más patético es que ni en Morena parece tomarse en serio su cruzada contra el “Andy”. Muchos lo siguen llamando así. Otros simplemente se ríen. Porque el partido podrá tener lealtades, pero no está hecho para aguantar caprichos adolescentes en plena lucha de poder.

Aquí en Baja California, incluso los apodos se convierten en activosFrancisco “Kiko” Vega lo entendió perfectamente. ¿Se imaginan a Kiko reclamando que lo llamen Francisco? Jamás. Sabía que Kiko conectaba, que sonaba cercano. No solo no lo negó, lo capitalizó. Su apodo fue un símbolo de fortaleza, de identidad y de cercanía. Porque entendió que el pueblo no necesita solemnidad: necesita figuras que los representen, que sean reales. A Andy no le han dado esa lección.

El problema de Andy no es el apodo. Es que no tiene obra, ni narrativa, ni visión propia. Es hijo de, y eso le pesa más que lo ayuda. Por eso quiere el nombre completo: porque en el fondo sabe que si le quitas “López Obrador”, no queda nada más que un junior con ínfulas.

Pero la política no se conmueve por apellidos. Se gana a codazos, con estómago y con visión. Y Baja California será prueba de fuego: aquí se juega en serio, se dan con todo, y nadie se ofende por un apodo. Al contrario: lo usan para fortalecerse o, en el peor de los casos, lo ignoran. Porque están enfocados en algo más grande que su ego.

Andy, en cambio, quiere respeto sin dar batalla. Quiere reconocimiento sin resultados. Y quiere que lo llamen como él dice, sin entender que en política no importa cómo te llames, sino qué dejas detrás de ese nombre.

Así que mientras los ChuchosDiablosIsmaeles y Ayalas de este país se disputan el poder real, Andy seguirá atrapado en su laberinto de etiquetas, creyendo que la verdadera lucha está en la ortografía de su nombre. Qué pequeño se ve desde acá.

Scroll al inicio