
Dicen los historiadores que el Imperio Romano no cayó por enemigos externos, sino por las fracturas internas que lo carcomieron desde sus propias entrañas. Corrupción, ambición desmedida, luchas intestinas por el poder y la incapacidad para ver el bien común terminaron por aniquilar a una de las civilizaciones más poderosas del mundo. Hoy, Baja California nos muestra un espejo inquietante:Morena, el partido hegemónico, empieza a mostrar los síntomas de su propia decadencia.
Mientras la gobernadora Marina del Pilar Ávila Olmeda trabaja en consolidar su legado y cerrar con proyectos de alto impacto su sexenio —como la ampliación del Bulevar 2000 con carriles de cuota, una obra estratégica para conectar Tijuana y Playas de Rosarito—, algunos integrantes del mismo movimiento que la llevó al poder parecen más enfocados en dinamitar desde dentro que en construir hacia el futuro.
Senadores como Armando Ayala o Julieta Ramírez, y figuras legislativas como Araceli Brown, lejos de sumar a una agenda que beneficia a los municipios, han optado por emprender campañas paralelas para recolectar firmas y oponerse a estos proyectos. ¿El motivo real? No es la obra. Es la guerra por el posicionamiento rumbo al 2027.
La lucha por la sucesión ya no se esconde. Y en su afán por marcar territorio político, estos actores están dispuestos incluso a torpedear el trabajo de su propia gobernadora. La historia se repite: el enemigo no está en la oposición (ya prácticamente inexistente en Baja California), sino dentro de casa.
Y esa lucha por la gubernatura en 2027 apenas comienza. A la contienda interna se suman más nombres que mueven fichas y operan en silencio o en abierto: el delegado federal Jesús Alejandro Ruiz Uribe, el diputado federal Fernando Castro Trenti —expriista, excandidato a la gubernatura y derrotado en 2013, hoy convertido al morenismo—, y el alcalde de Tijuana, Ismael Burgueño, quizá el único que se ha mantenido disciplinado y alineado a la gobernadora. Esa lealtad institucional, paradójicamente, podría convertirlo en el enemigo a vencer por parte del resto de la jauría política que ya se devora entre sí.
Armando Ayala, por su parte, busca capitalizar su paso por la presidencia municipal de Ensenada y su reciente llegada al Senado como trampolín para su posicionamiento. Su discurso se ha endurecido y ha adoptado una postura cada vez más crítica hacia decisiones del Ejecutivo estatal, lo que evidencia su intención de construir una narrativa de ruptura con el oficialismo.
Julieta Ramírez, senadora joven y cercana al núcleo original del proyecto de Marina del Pilar, ha comenzado a marcar distancia de su madrina política. Resulta sospechoso su activismo reciente y protagonismo en medios con inserciones pagadas; Se empeña en construir desde el algoritmo, tanto que parece más interesada en viralizarse que en legislar. Su avalancha de contenido patrocinado en redes sociales habla más de una estrategia de posicionamiento personal que de un compromiso institucional. La pregunta es obligada: ¿quién financia esa exposición? Y aunque ello la coloca como una carta fuerte para algunos grupos internos, todavía enfrenta el desafío de consolidar una base territorial sólida.
Araceli Brown, actual diputada y exalcaldesa de Rosarito, representa un ala más radical e irreverente del morenismo. Aunque carece de estructura amplia, su estilo confrontativo le ha permitido posicionarse en la discusión pública como una voz incómoda. Su ambición por la gubernatura no debe subestimarse, especialmente en un escenario de fragmentación interna.
Jesús Alejandro Ruiz Uribe, delegado federal de Programas para el Bienestar, ha tejido una red de apoyos silenciosa pero efectiva. Su cercanía con estructuras nacionales y su conocimiento de los programas sociales le otorgan una base operativa importante, aunque enfrenta el reto de no ser percibido como un “tecnócrata gris” sin carisma electoral.
Fernando Castro Trenti, por su parte, es el viejo lobo de mar. Aunque su figura sigue generando resistencias dentro de la base morenista, nadie duda de su capacidad operativa ni de su conocimiento del sistema político. Su retorno al escenario es una señal clara de que en Baja California el pragmatismo político aún tiene más peso que la lealtad ideológica.
Ismael Burgueño, alcalde de Tijuana, es hasta ahora el actor más disciplinado. Se ha mantenido leal al proyecto de Marina del Pilar, cuidando los tiempos y sin provocar rupturas innecesarias. Su estrategia es de bajo perfil, pero firme. Su cercanía con la ciudadanía y su control del municipio más grande del estado lo convierten en un aspirante natural, aunque paradójicamente esa disciplina puede volverse su principal vulnerabilidad frente a quienes ya están jugando sucio.
A este entorno enrarecido se suma un nuevo episodio que confirma la intensidad del fuego amigo. Recientemente, Marina del Pilar fue señalada —sin ninguna prueba, sin sustento alguno— como parte de una supuesta lista de gobernadores vinculados con el crimen organizado, colocándola en el centro del escarnio mediático bajo el mote coloquial de “narcogobernadora”. El golpe no parece venir de la oposición —que carece de fuerza real—, sino de los propios pasillos del morenismo, donde las intrigas palaciegas se han convertido en la herramienta favorita para debilitar a quien hoy todavía ostenta el poder. Y es apenas el comienzo: todo indica que el tiroteo político contra ella apenas empieza.
Tampoco escapa al fuego cruzado su esposo, Carlos Torres Torres, quien ha manifestado —de manera cada vez más evidente— su interés en contender por la presidencia municipal de Tijuana. Esa aspiración, legítima o no, se ha convertido en una nueva fuente de vulnerabilidad para Marina del Pilar, justo en la etapa más frágil de su administración: el último tramo del sexenio, cuando el poder comienza a diluirse y los aliados se convierten en adversarios. Los mejores años ya pasaron, y el reloj político corre sin piedad.
A esto se suma un desgaste natural de gobierno. El brillo del primer trienio de Marina del Pilar, caracterizado por un estilo conciliador y una narrativa fresca, ha comenzado a opacarse en medio de un clima político cada vez más enrarecido. Las fisuras internas, los ataques velados y la ausencia de una estrategia cohesionadora dentro del partido la han dejado sola en el ocaso de su gestión. Y sola, en política, es sinónimo de fragilidad.
Lo preocupante es que este tipo de fracturas no sólo evidencian una falta de liderazgo colectivo, sino un cortoplacismo político que pone en riesgo la continuidad de proyectos estructurales. ¿Quién paga el costo? La ciudadanía.
En Roma, los emperadores se sucedían con intrigas, traiciones y maniobras palaciegas que los alejaban cada vez más del pueblo. Hoy, en Morena, asistimos a una tragicomedia similar: senadores y diputados que se dicen del mismo movimiento, pero actúan como adversarios internos, cada uno peleando su cuota de poder, aunque eso implique dinamitar los cimientos que los sostienen.
¿Será esta la antesala del colapso?