
Cuando una diputada acusa a una alcaldesa de ser “narcotraficante”, no sólo compromete su palabra personal: arrastra al Congreso entero. Yohana Sarahí Hinojosa Gilvaja, diputada del Partido del Trabajo (PT), no habló como ciudadana ni como opinadora en redes; habló con la investidura de una curul, y con ello colocó al Poder Legislativo de Baja California en una posición incómoda y peligrosa.
A partir de ese momento, el conflicto dejó de ser exclusivamente entre la diputada y la alcaldesa Rocío Adame Muñoz. La acusación convirtió al Congreso en un espacio donde el rumor y la imputación sin sustento parecen tener cabida, desplazando la seriedad que debería caracterizar a un órgano encargado de legislar y fiscalizar.
El Congreso no está para reproducir versiones ni para amplificar señalamientos sin expediente. Está para exigir cuentas con datos, documentos y procedimientos. Cuando desde una curul se lanza una acusación penal sin denuncia, el mensaje que se envía es claro y preocupante: que el debate parlamentario puede reducirse al nivel del chisme con micrófono.
Ese es el daño más profundo de este episodio. No sólo se acusó sin probar; se degradó el nivel del Poder Legislativo. Se sustituyó la fiscalización por la descalificación, el argumento por la etiqueta, la responsabilidad por el escándalo. El Congreso deja entonces de ser contrapeso y se convierte en escenario.
A este cuadro se suma un nuevo elemento que eleva el costo político del episodio. La propia alcaldesa Rocío Adame Muñoz ya anunció que procederá legalmente en contra de la diputada por difamación, llevando el conflicto del terreno político al jurídico. Con ello, el asunto deja de ser una controversia mediática y abre un segundo frente con implicaciones formales.
Este anuncio abre varios escenarios. El primero: que la diputada presente pruebas y denuncia, y el proceso legal derive en una investigación de fondo. En ese caso, la alcaldesa enfrentaría una crisis institucional severa y el Congreso podría reivindicar, parcialmente, su papel como detonador de un proceso legítimo.
El segundo escenario es el contrario: que la diputada no logre sostener jurídicamente su acusación. Ahí, el proceso legal se revierte en su contra y la narrativa cambia por completo. La alcaldesa no sólo se defiende, sino que se fortalece políticamente como víctima de una agresión reputacional desde el Legislativo, mientras la diputada enfrenta un desgaste profundo de credibilidad.
Existe además un tercer impacto colateral: el efecto que este litigio puede tener sobre el propio Congreso. Un proceso judicial abierto entre una alcaldesa y una diputada exhibe al Legislativo como un espacio incapaz de autorregularse y de contener excesos discursivos, trasladando al Poder Judicial conflictos que nacieron de la irresponsabilidad política.
El costo también alcanza al Partido del Trabajo. Permitir que una diputación use una curul para lanzar acusaciones penales sin respaldo y luego enfrente una denuncia legal refuerza la percepción de un partido que privilegia la estridencia sobre la institucionalidad. En un contexto donde el PT en Baja California ha sido identificado históricamente con estilos confrontacionales asociados a Jaime Bonilla Valdez, hoy inhabilitado, el episodio consolida una narrativa que difícilmente beneficia al partido.
La pregunta de fondo no es si la acusación fue dura o incómoda. La pregunta es qué nivel de política se está normalizando. Un Congreso que investiga, documenta y denuncia con rigor, o un Congreso que opera como amplificador de rumores hasta que interviene un juez.
Cuando el Poder Legislativo adopta el lenguaje del chisme, pierde autoridad para exigir transparencia, legalidad y rendición de cuentas. Y cuando ese chisme escala a tribunales, el daño institucional ya está hecho.
Por eso la exigencia es simple y necesaria: probar o retractarse. Hoy no sólo está en juego la credibilidad de una diputada o la reputación de una alcaldesa, sino el nivel del Congreso de Baja California. Y ese es un costo que ninguna institución debería permitirse pagar.