
Cuando un imperio entra en su fase final, lo primero que colapsa no son sus muros, sino sus acuerdos. La fractura comienza con gestos pequeños: desmarques sutiles, alianzas improvisadas, agendas cruzadas. Baja California vive ese momento. El poder aún reside en el gobierno, pero la atención ya se ha trasladado a la sucesión. Y en ese tránsito, los liderazgos de Morena han optado más por posicionarse que por sostener el proyecto común.
Conforme se agota el calendario del actual gobierno, el espacio político se vuelve cada vez más estrecho y las maniobras más evidentes. La institucionalidad ya no es el eje rector, sino apenas el telón de fondo sobre el que se proyecta una disputa anticipada. Cada actor impulsa su propia narrativa, incluso si eso implica desgastar la plataforma que aún los sostiene.
El desgaste de la gobernadora Marina del Pilar Ávila Olmeda es cada vez más notorio. Su figura, que en otro momento representó unidad y arrastre, hoy se encuentra atrapada entre el desencanto natural del cierre de ciclo, las tensiones internas de su partido y una jauría política que dejó de verla como lideresa para empezar a tratarla como obstáculo. Cada paso que da se interpreta no como un acto de gobierno, sino como una jugada en la batalla sucesoria. Y en ese entorno, hasta sus aciertos más visibles enfrentan sabotajes velados o indiferencia estratégica.
La competencia ya no es discreta. Es visible en los discursos, en las acciones, en los recorridos cuidadosamente documentados y en los mensajes que, aunque disfrazados de institucionalidad, tienen una clara carga aspiracional. La sucesión ha dejado de ser una posibilidad futura y se ha convertido en la urgencia del presente. Y con ella, también ha llegado una especie de anarquía estratégica, donde cada actor impulsa su propia narrativa.
Quien tiene trayectoria ejecutiva busca consolidarse como figura de carácter, aunque sus intentos a menudo se diluyen en gestos forzados. Quien ha hecho del Senado un trampolín, se esfuerza por proyectar frescura y cercanía, aunque su discurso suene demasiado afinado para ser natural. La que fue referente municipal ahora apela al contraste como único camino para mantenerse visible. Y aquel que viene de una historia política con demasiados capítulos intenta reescribirse con urgencia para volver a ser relevante. Desde otro frente, hay quien convierte cada intervención pública en un acto dramático pensado más para entretener que para persuadir. Mientras tanto, hay quien elige moverse en tierra, sin estridencias, rodeado de equipo, con la esperanza de que la eficiencia todavía sea un valor en la contienda.
En ese ambiente de disputa velada, el nombre de Armando Ayala aparece como alguien que intenta mantenerse en el juego mediante una narrativa oscilante entre provocación y protagonismo. Julieta Ramírez insiste en una proyección constante que mezcla juventud y control de imagen. Araceli Brown construye desde el contraste, aunque sin gran eco estructural. Fernando Castro Trenti reaparece como quien nunca se fue, aferrado a una fórmula conocida: operación política y redes de influencia. Ruiz Uribe dramatiza el contacto con la ciudadanía como si cada mensaje fuera parte de una escena. E Ismael Burgueño se mueve con cálculo y método, ocupando espacios sin hacer demasiado ruido, pero sin perder presencia.
Cada uno representa una faceta del momento político: ambición, urgencia, cálculo, espectáculo, disciplina. Pero todos coinciden en algo: han desplazado el foco del presente a la pelea por el futuro. La administración estatal ha quedado como decorado de fondo. Las decisiones de fondo ya no importan tanto como las señales, las percepciones y los guiños.
Y como suele ocurrir en estos escenarios, a río revuelto, ganancia de pescadores. La falta de conducción unificada deja espacio para operadores externos, agendas subterráneas y movimientos tácticos que nada tienen que ver con el interés público. Cuando eso pasa, lo que se hereda no es un gobierno en marcha, sino una estructura desgastada, polarizada y sin cohesión real.
Pero lo más preocupante es que esa disputa no es solo una cuestión de ambición natural en tiempos de relevo: es una dinámica que ha comenzado a consumir la legitimidad institucional. Las estructuras ya no responden a una visión compartida. Cada bloque interno opera con sus propios códigos, sus propias alianzas y sus propios medios de difusión. Lo que antes era una maquinaria unificada hoy se comporta como un enjambre de proyectos personales, donde lo que se mide no es el impacto de las políticas públicas, sino el rendimiento de los contenidos digitales.
La política se ha ido transformando en un teatro de símbolos. El recorrido en la colonia, el abrazo en el mercado, la selfie con el adulto mayor, el video con fondo musical: todo se convierte en insumo de campaña. Y en medio de ese juego estético, la gestión real queda sepultada. No se discute si una obra es útil, sino si tiene buena narrativa; no importa si una acción es trascendente, sino si genera conversación.
Ese nivel de teatralidad no es gratuito: refleja una profunda desconfianza entre los actores del propio movimiento. Ninguno se siente parte de un proyecto común, y todos asumen que deben construir su propio camino, aun si eso implica erosionar a los demás. La política como suma cero. Si uno gana, el otro debe caer. No hay espacio para lealtades de largo plazo, ni acuerdos estructurales.
El mayor riesgo para Morena no es una derrota electoral, sino una victoria vacía. Ganar sin cohesión es gobernar en crisis desde el día uno. Y si nadie contiene el fuego amigo antes de que lo consuma todo, lo que vendrá no será una etapa de continuidad, sino una versión más fragmentada de lo que alguna vez se llamó proyecto. Así terminan los imperios: no entre vítores ni aplausos, sino entre los susurros de quienes ya no obedecen, pero aún se dicen parte del mismo estandarte.