
Hay noticias que trascienden el morbo porque tocan fibras más profundas del poder. El anuncio de la gobernadora Marina del Pilar Ávila sobre su divorcio con Carlos Torres no es solo un asunto personal ventilado en la arena pública. Es, sobre todo, un espejo que nos devuelve una pregunta incómoda: ¿hasta dónde deben llegar los medios cuando lo íntimo se cruza con lo político?.
La mandataria decidió confirmar el proceso con un tono mesurado, apelando al respeto y a la discreción. Pero lo cierto es que, en política, la vida privada rara vez se mantiene al margen. Su separación llega después de meses de especulaciones, de la revocación de visas por parte de Estados Unidos y de una cascada de rumores que colocaron a Carlos Torres en el centro de señalamientos sobre presuntos manejos irregulares y vínculos con decisiones que afectaron la imagen del propio gobierno estatal.
Desde que aquel episodio se hizo público, la frontera entre la esfera personal y la función pública comenzó a diluirse. Y los medios, siempre hambrientos de notas que generen clics y conversación, olfatearon el drama como si fuera una grieta abierta en la estructura del poder. Lo que debería haberse tratado con prudencia, se convirtió en una competencia por ver quién ofrecía la versión más punzante, la más sugestiva, la más cercana al chisme político.
Porque en esta historia, más que un divorcio, lo que observamos es el proceso de exposición de una figura de poder que intenta proteger su imagen mientras los medios prueban hasta dónde pueden presionar. La gobernadora pidió respeto, pero esa petición, en clave política, es también una estrategia de contención. No busca tanto resguardar lo personal como limitar la especulación pública.
Los medios, sin embargo, no siempre distinguen entre el interés público y el simple interés del público. No es lo mismo informar que invadir. No es igual exhibir un acto con implicaciones institucionales que ventilar la intimidad de una familia. Cuando el periodismo se desliza hacia el terreno del rumor, deja de servir al ciudadano para servir al espectáculo.
Carlos Torres, antes figura de influencia en la estructura del poder estatal, ya había salido de escena después de su caída en desgracia. Su nombre se asoció con decisiones polémicas, con gestos de control y con un estilo de operación que hoy parece haber quedado atrás. Pero los ecos de su poder aún retumban en los pasillos, y su divorcio, inevitablemente, se interpreta también como una ruptura simbólica con una etapa política que se agota.
La verdadera reflexión no debería centrarse en si Marina del Pilar tiene derecho a divorciarse —por supuesto que lo tiene—, sino en cómo los medios deciden convertir ese hecho en un tema de interés político. ¿Es relevante para la vida pública del estado? Tal vez sí, porque marca el cierre de una relación que influyó, directa o indirectamente, en la toma de decisiones del gobierno. Pero el límite es fino, y cruzarlo implica degradar el periodismo a simple curiosidad.
En la política mexicana, la vida personal ha sido siempre un arma de doble filo. Cuando el poder se encarna en figuras públicas, su biografía deja de ser suya. Pero incluso en ese escenario, los medios tienen la responsabilidad de decidir si contribuyen a una conversación pública o solo alimentan una hoguera mediática.
Baja California vive un momento de redefiniciones. Lo que está en juego no es solo la imagen de una gobernadora, sino el papel de la prensa en un ecosistema donde la línea entre la información y la invasión se borra con demasiada facilidad. Porque cuando los medios se convierten en jueces morales, la política se vuelve un espectáculo y la verdad, un producto de consumo.
El caso de Marina del Pilar y Carlos Torres es, en el fondo, una advertencia. Un recordatorio de que en tiempos de redes y titulares inmediatos, la privacidad es un lujo y el juicio público, una sentencia. Pero también una oportunidad para que el periodismo fronterizo demuestre que puede ser riguroso sin ser cruel, y crítico sin ser carroñero.
Porque al final, la frontera que deberíamos cuidar no es la de los cuerpos ni la de las casas, sino la de la ética. Esa que separa el derecho a saber del derecho a conservar, aunque sea un poco, de humanidad en medio del poder.