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Carmen Antuna, la enviada del poder que borró a la clase política bajacaliforniana

La designación de Carmen Antuna Cruz como nueva delegada federal de los Programas para el Bienestar en Baja California no es un hecho administrativo ni una simple rotación burocrática. Es una jugada política con un propósito electoral de fondo: reconfigurar el tablero rumbo a 2027 y dejar claro que, en la lucha por el poder, el centro no confía en la clase política bajacaliforniana.

El golpe fue certero. Todos los nombres que sonaban con fuerza —desde Montserrat Caballero hasta Armando Ayala, pasando por Gilberto HerreraJulieta RamírezNetza Jáuregui y Alejandro Arregui— fueron borrados de un plumazo. La decisión de excluirlos no se basó en capacidad o trayectoria, sino en un mensaje directo: ninguno representa la garantía de obediencia que Palacio Nacional exige en un momento clave de la sucesión. En el caso particular de Montserrat Caballero, su exclusión tiene un matiz aún más delicado: han trascendido diversas publicaciones en las que se le vincula con el crimen organizado, y el gobierno federal no puede correr el riesgo político ni institucional de colocar a una figura bajo ese nivel de sospecha en un cargo estratégico vinculado directamente con la política social.

La presidenta de la República no solo designó a una funcionaria sin vínculos con el poder local; envió a una operadora con lealtad probada al círculo más cercano de la Secretaría de Bienestar y con línea directa al centro. Carmen Antuna Cruz no responde a Marina del Pilar Ávila Olmeda, ni a las estructuras estatales de Morena, ni a los grupos que históricamente han controlado la operación territorial en Baja California. Su única lealtad está en la Ciudad de México.

La propia gobernadora quedó descolocada. Al reconocer que no conoce a Antuna y que fue informada del nombramiento apenas días antes, Marina del Pilar quedó públicamente marginada de una decisión estratégica en su propio estado. El mensaje que envía la presidencia es tan duro como claro: el control político no se negocia con las entidades; se impone desde el centro.

El efecto electoral de este movimiento no tardará en sentirse. Con la operación de los programas federales en manos de una figura alineada al gobierno federal, el control territorial —clave en la movilización del voto— pasa directamente al despacho presidencial. Ya no serán los liderazgos locales quienes repartan beneficios, organicen estructuras o consoliden clientelas políticas: será una funcionaria que no debe favores a nadie en Baja California.

Esta decisión también tiene consecuencias inmediatas en la correlación de fuerzas internas. Los aspirantes a la gubernatura de 2027 acaban de recibir un aviso demoledor: si quieren competir con posibilidades reales, deberán ganarse la confianza del centro, no solo del electorado o de las estructuras locales. La lealtad partidista, los acuerdos estatales y el control de bases ya no son suficientes. Ahora, el principal requisito es ser considerado “confiable” por Palacio Nacional.

En la práctica, esto deja en posición vulnerable a quienes apostaban por el poder territorial como plataforma electoral. Figuras como Montserrat Caballero o Armando Ayala, que habían construido estructuras locales robustas, ven cómo su principal herramienta de negociación se diluye al ser reemplazada por un esquema directamente controlado desde la capital. Incluso perfiles con respaldo legislativo o institucional, como Julieta Ramírez o Alejandro Arregui, quedan en segundo plano.

El movimiento también tiene implicaciones profundas para el proceso de selección de candidaturas. Morena ha dicho que la militancia tendrá mayor peso en las definiciones, pero este tipo de decisiones muestran que la voluntad del centro sigue siendo determinante. Quien controle la estructura de programas sociales tendrá un poder inmenso para influir en la percepción pública y en la movilización electoral.

No es casualidad que esta reconfiguración ocurra justo ahora, cuando las precampañas internas comienzan a tomar forma. Colocar a Carmen Antuna Cruz al frente de Bienestar es, en los hechos, asegurar que la maquinaria electoral esté alineada con los intereses presidenciales. Ningún delegado local podría ofrecer esa garantía. Ningún liderazgo bajacaliforniano, por influyente que sea, puede operar con independencia.

El tablero, entonces, se mueve. Y con él, la ruta de todos los aspirantes. En lugar de fortalecer sus alianzas locales, tendrán que viajar con frecuencia a la Ciudad de México, tocar puertas en las oficinas del poder y jurar lealtad a los proyectos nacionales si quieren mantenerse vigentes. Porque el mensaje ya está escrito con claridad meridiana: en Morena, el camino hacia la candidatura no pasa por Baja California, pasa por Palacio Nacional.

En resumen, lo que parece una designación rutinaria es, en realidad, una pieza clave en el ajedrez electoral de 2027. Con un solo nombramiento, el centro no solo recuperó el control de los programas sociales: redefinió quién tiene el poder, quién lo perdió y quién deberá inclinarse para recuperarlo. Y en esa ecuación, la clase política bajacaliforniana acaba de descubrir que, en la contienda que se avecina, su voto de confianza vale menos que su obediencia.

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